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  Realidad y ficción  Revista Lindaraja. Revista de estudios interdisciplinares  ISSN:  1698 - 2169  
 

Revista Lindaraja

nº 20, diciembre de 2008

 

Educar

 

Jorge Mora

El caso de la desaparición del arte

 

Educar es hacer grande lo pequeño

Jorge Mora Hernández

 

1.- Presentación del problema 

La asepsia de la sociedad actual, que se deja ver en todos los niveles, pone en peligro la democracia viva, modo en el cual radica el valor de la misma, pues, de no estar viva, se degrada en otros sistemas donde el ejercicio de la libertad de poder hacer, y ser, cualquier cosa cada cual es igual a cero. Lo que digo es, llanamente, esto: hay que ensanchar las tragaderas para que la libertad que abre el camino a la creatividad de cada cual desde su peculiaridad sea una realidad. Digo que la excesiva pulcritud es totalitarismo. Y deténganse en lo de “excesiva” porque es evidente que todos estamos de acuerdo en la importancia de la higiene, en lo importante de la salud a todos los niveles. Por lo que a mi se refiere, me remito, por ejemplo, al espíritu y a la letra de los «derechos y deberes fundamentales» recogidos en el Título Primero de nuestra Constitución del 78 para demarcar lo que es saludable y lo que no. Se habla aquí de lo que cabe y lo que no en una sociedad como la nuestra. Creo que rebajar las posibilidades que desde ahí se abren es empobrecer su papel de garante de la creatividad individual.

El problema es cuando la limpieza deviene inhumana por estrecha de miras; cuando se barre todo lo que no es de la casa de uno y acaba en el estercolero del mundo todo lo que rompe esquemas y convencionalismos oxidados y muertos. El problema viene cuando me convierto, desde mi propio criterio, en canon, cuando yo soy mesura, camino, paradigma y, además, cabeza de carrera. Es entonces cuando el distinto se vuelve aniquilable. Mucho más peligroso que el «fetichismo de la mercancía», con serlo esto, es el fetichismo de uno mismo, la idolatría de uno mismo, lo que resulta ser, más allá de misticismo, pura idiotez. Aquí está, en su pura desnudez, el fondo de la cuestión: cuando me creo un privilegiado y busco extender este privilegio a los demás. Lo que no hago para, como diría Ortega, meterlos en su quicio, sino para meterlos en el mío.

Por consiguiente, no hablamos sólo de higiene, sino de libertades y de individuos insultantemente limpios. Hablamos del que barre al pobre, al negro, a la maruja, al sudaca, al chino, al hortera, al homosexual, al artista, al fracasado, al rojo, al facha, al godo, al comunista, etc. Aunque el idiota no sabe que barriendo a estos cada golpe del cepillo barre por igual a sus “opuestos” —y a él si se siente entre ellos—, pues su crítica se basa en el no merecimiento de respeto, lo que hace vulnerable de perder la dignidad antes al agente que al paciente del juicio.

Hay unos cuantos formalismos o gestos vitales superficiales que viven ajenos a lo realmente importante. Y cuando estos se convierten en marca de diferencia y en distinción social —aunque se haya olvidado la necesidad vital de la que surgieron— ahogan la creatividad situada en sus límites. Son modos de actuar establecidos prejuiciosamente y que están creando castas de ciudadanos en los que se ve en igual grado su prepotencia, por un lado, y su inconsciencia ante los reales problemas, por otro. Permaneciendo ajenos a los asaltos constante a los derechos principales contenidos en la constitución, por ejemplo, hay una clase social que ya habla ex cátedra sobre los gestos que ha de tener un buen demócrata, una persona correcta e íntegra, un buen profesional, etc. Y es que el idiota no es sólo un tonto: es un tonto con ideas. Aunque estén éstas más muertas que vivas y éste tan vivo como las ideas de que dispone e impone. Tampoco tiene  muchas, claro, pero no las olvida ni las relaja para dar paso a otras nunca. Normalmente otra característica define a esta especie: las ideas no son suyas, sino que las toma por pura imitación de otro (su director espiritual, su único libro de cabecera, su único maestro, su padre o madre, etc.) o siempre con la aprobación del otro que le da la seguridad que a él le falta. Tiene pues, una personalidad tan extensa como aleja él mismo. A pesar de esto, y por paradójico que resulte, el idiota se considera a sí mismo «juicioso». El caso es que se siente seguro, muy seguro, de sí mismo, y no pocas veces recordará en público las veces que socialmente se le ha nombrado para llevar a cabo la función que él piensa más suya: purgar al distinto.

 

2.- Los docentes y la promoción de la creatividad 

Este es un lugar común en la educación. Y en general añadiría que en todos los cargos con algo de poder hay un idiota. Aquí la demagogia y la exageración la utilizo por pedagogía; y es que está claro que todo el mundo tiene un jefe que es un idiota. Esto en mi gremio se traduce en la falta de potencial crítico de los docentes, lo que se traslada de forma inmediata a los discentes. El mal profesor es el que promueve la endogamia y el incesto cultural. Esta es la conclusión del argumento que sigue.

La búsqueda de la autonomía es la primera y única meta del maestro. Repito: lo que ha de importar a quien enseña es poder dejar de hacerlo lo antes posible. Esto provoca la sonrisa maliciosa por la ambigüedad del juicio pero entendido desde su verdadera intención nos muestra el norte. Quien tiene una falsa seguridad en sí mismo le asusta, habitualmente, que el otro pueda descubrir su falsedad: él es un idiota, pero sólo él, en el fondo, muy en el fondo, lo sabe. No tiene las claves para ser autónomo porque él mismo no lo es. Así que ha de pintar su ineficacia de prepotencia. Lo importante no es enseñar a hablar, sino silenciar el discurso alternativo y no por irracional, sino por no atenerse a las convenciones y a las reglas. A las suyas claro, sean o no racionales. Tiene, pues, problemas para asumir la novedad. Y como su material de trabajo, no obstante, es lo nuevo, cada generación pasa sucesivamente por sus manos transportando una cantidad de idiotez directamente proporcional a las horas transcurridas con él dentro del aula. En vez de enseñar posibilidades y abrir futuro, pone reglas y encoge el espíritu ¿Cómo va a enseñar a pensar alguien que nunca ha activado el juicio? ¿Cómo va a promover la lectura comprensiva alguien que no lee? ¿Cómo va a transmitir alguien el gusto por el debate si su vida es un (falso) monólogo y nunca se ha preguntado quién es realmente o en qué cree con sinceridad y obstinación? El fomento de la pluralidad a la vez que ser el  trampolín que capacite el encuentro de cada uno de sus alumnos con su autenticidad es, pues, la tarea de todo el que tenga algo que enseñar. Cada programación, cada currículum, con sus contenidos concretos, han de ser una estrategia con un fin muy claro: poner al alumno en disposición de promover desde sí mismo, creativamente, todo lo que éste (¡el alumno!) esté convencido de que es lo más importante para el mundo. Esto es una tarea hermosa, sí, pero es un sacrifico enorme. Platón decía que el filósofo tenía que regresar a la caverna para educar por gratitud con el Estado. Temía que el filósofo se perdiera en su felicidad contemplativa y olvidase la importancia de la formación del pueblo ateniense. Para él estaba muy claro lo importante que era aprender a ver las cosas realmente-racionalmente para llegar a cumplir en la ciudad cada uno con su naturaleza, lo que convertía en un requisito para la justicia. Pero hoy en día triunfa el que mejor reconoce el orden de las sombras, dice Platón ya en su época. Es decir, que tiene éxito el que se monta un juego falso y superficial, pero se lo monta tan bien que deja a todos boquiabiertos, para ponerlos poco después cabizbajos o de rodillas.

Luego para Platón es indisociable la actividad del sabio y la del educador; actividad que no es, según había aprendido él de Sócrates, adoctrinamiento mecánico en una destreza cualquiera, sino enseñar a dialogar calladamente uno consigo mismo para encontrar en sí, racionalmente, la coherencia de las ideas que guían las decisiones de cada uno. Sócrates era una persona moral, obstinadamente moral. Y confiaba plenamente en las capacidades racionales de quienes le escuchaban. Lo que él le echaba en cara, en cambio, a los atenienses es que no se preocuparan de los asuntos realmente importantes de la vida y fuesen así ciegos, irracionales, por la vida. Más que la carencia de juicio les denunciaba su falta de actividad. Lo que le manda el demoi a Sócrates no es que prescriba unos mandamientos a modo de recetario para convertir en morales a los atenienses. De hecho él no sabe nada. Eso sería como darles el pescado y quedarse con la caña. Lo que quiere es despertar las capacidades racionales de sus conciudadanos. Desde este punto de vista Sócrates es el cautivo platónico: el sabio que conoce cómo caminar hacia la realidad (dialéctica) y ha de practicar y enseñar este método de ejercer la sinceridad en el foro público. Esta es la enseñanza que hay que extraer hoy más que nunca de Platón y su maestro. Hacen falta, pues,  cautivos.

Pero, para ello, en definitiva, habría que ensanchar las tragaderas: habría que querer manchar la pulcritud de mis convicciones con la perspectiva del otro. No habría que olvidar que el proceso de socialización dura toda la vida y que la autorrealización sólo es posible desde las formas de vida fácticamente instituidas para superarlas. La superación de los standards es en lo que que consiste la autorrealización. Y una vida con sentido sólo es posible a través de la autorrealización. “Seamos, decía Aristóteles, con nuestras vidas como arqueros que tienen un blanco”. La personalidad sólo se forja íntegramente, más allá de sólo mediante la mera recreación, reapropiación, reacción, etc., en la creación misma. Esta búsqueda del ser de cada uno, de lo auténtico de cada cual, es la tarea de exploración de uno mismo y la meta más alta del individuo. El sondeo profundo de uno mismo solo puede venir por reflexión desde lo externo; sólo desde lo externo vemos lo interno. Pero es necesaria la tarea simultánea de recuperación interior. Esto es fundamental: el proceso de socialización queda inacabado si uno no se encuentra a sí mismo en su diferencia con respecto a la sociedad. El descubrimiento de quiénes somos por el contraste de lo que es nuestra circunstancia histórica concreta es la responsabilidad que ha de cumplirse para estar cada uno a la altura de lo que somos los humanos. Un fenómeno de autorrealización desde la ignorancia de la historia corre el riesgo de ser un retroceso y, cuando menos, se trata de un fraude. El ignorante puede muy bien haberse acercado con erudición a los datos de la Historia. Pero el sabio se diferencia porque ha buscado cómo solucionar los problemas, sus problemas, acudiendo a la experiencia acumulada en la tradición cultural. Saber no es sino vivir una realidad que se necesitaba más allá de la obviedad que puede solucionar el problema con urgencia. El que sabe algo que ha aprendido con todo su peso no lo olvida porque es suyo. Sólo lo nuestro no se olvida. Y esto supone encontrar preguntas y respuestas diversas a cada paso, pero siempre desde uno mismo.

Quedarse en el sistema correcto y no asumir lo diferente que constantemente me sale al frente es ser “trigo limpio” y ser muy correcto y tener las ideas muy claras. Pero es ser tan correcto y tan limpio que da asco: tan estrecho y tan oxidado como un puente de hierro que sirvió antes y ahora no; tan correcto y tan limpio como alguien que acaba convertido, al cabo, en la persona equivocada.

Pues bien, si hay que crear, si esta es nuestra tarea, si en esto consiste nuestro ser, no menos responsables somos de dejar crear y, más aún, favorecer la creación. Hay que potenciar la autonomía. No hay que tener miedo de esto. Antes de ser esto una amenaza para uno es la condición de posibilidad de su riqueza. Por ejemplo: una pareja funciona cuando cada parte consigue aumentar lo que sea la otra la otra. Cuando la desconfianza corta alas, ya no es la grandeza del otro/a lo que se busca, sino la jaula y al final la muerte, lo que reduce el tono vital, proporcionalmente, en quien retiene y el retenido. Cuando se llega a este punto ya no hay nada que rascar. El “no” a las propuestas racionales enriquecedoras y creativas es la muerte de la vida afectiva y, más ampliamente, de la social en general. Querer crear las posibilidades para que el otro vuele lo más alto posible es el gesto de amor más humano. Entonces el disfrute del otro consigo mismo se convierte en el motivo de goce de uno en una cadena de acciones y reacciones que durante una vida entera puede hacer de la relación entre las personas algo muy humano, quizá lo más humano.

 Fijémonos ahora en el problema del descenso de humanidad en la sociedad actual. ¿En qué sentido hablo de descenso de la humanidad? Dirán, porque que el que habla de deshumanización tiene que tener claro lo que sea humano y lo que no. Pues bien: humano es todo aquello que ensancha en profundidad y extensión la realidad; es decir, humano es todo aquello que nombra para hacer consciente, y esto mediante la palabra, el gesto o lo que sea: es lo que hace patente, lo que detiene la mirada y la inteligencia y resalta lo importante y crea nuevas posibilidades. A estas alturas lo humano es tanto la guerra, el engaño, la insinceridad... como la comprensión de la ley de la gravitación universal, la poesía, la pintura o los buenos modales. Quiero decir que la guerra es algo, antes que salvaje, muy humano. O quizá sea que la humanidad, como propiedad primera de poder el hombre abrir posibilidades, esté ahí como capacidad de hacer la guerra entre otras muchas cosas. La solución extrínseca del problema no vale porque duraría tanto como el saldo negativo de consecuencias; de no ser justificable la guerra porque reduciría el potencial de humanidad posterior (y esto hoy en día a nivel incluso planetario), sólo habría que medir relativamente a algún valor con prestigio en momentos históricos determinados para acabar la reflexión alabando lo que la guerra da qué cantar a los poetas. El saldo de consecuencias, desde mi punto de vista, ya es de por sí poco humano por moverse siempre en lo que ya ha sido y, por ello, en lo que es previsible por repetido. Por tanto el consecuencialismo reduce las exigencias morales hasta el nivel de “mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer”. El status quo es lo más inhumano.

El invento de la guerra, les decía, es algo humano, muy humano. Además es fuente de humanidad: acaba con el tedio y eleva el espíritu de quien la padece y la ejecuta. Algo, sin embargo, nos inclina con necesidad a  hablar de su injustificabilidad. Más allá de metafísicas oscuras y argumentaciones teóricas enrevesadas y abstractas yo les quería decir que la guerra es injustificable por ser, como actividad, una idiotez. Como creación es una obra de arte, sobre todo las guerras en la antigüedad. Pero es una idiotez.

Lo fundamental es atender a la expansión del espíritu, que es nuestra búsqueda. Quien hace la guerra mata la posibilidad de inventarla de nuevo. Por esto, y sólo por esto, sabemos que es una idea humana que puede tornarse aniquiladora de historias posibles. La idea que acaba con su raíz se convierte en su propio verdugo. Por ello, en esta contradicción reside también su injustificabilidad.  En el fondo esta es la idea de la tercera formulación del imperativo categórico kantiano cuando manda respetar al otro para crear un reino de los fines. La educación, por ejemplo,  es un lugar ideal para conseguir este reino. Es el lugar desde el que es posible poner al alumno en disposición de hacer uso de su razón práctica. Hay que enseñarle a razonar por sí mismo, para que crezca él y ensanche el mundo, a la vez. Por eso la educación es lo más contrario a la guerra. Quien quiere educar no quiere la guerra, sino todo lo contrario.

Tenemos aquí una especie de regla de oro de lo inmoral o, al menos, su rasgo específico: tiene en su efectividad el suicidio. No hagas aquello que, de convertirse en existente de modo universal, no podría inventarse de nuevo. Esta argumentación sirve para todas las ideas humanas que no han de ser desarrolladas, aunque deban mirarse con curiosidad en tanto que manifestaciones de lo que puede la mente humana. Enseña a tus alumnos aquello que les sirva para encontrarse con ellos mismos de la forma más productiva.

 

3.- La tarea del  que parte: empezar a andar solo y soportar esta soledad 

Ya estamos en condiciones para hablar de las nuevas promociones. Kohlberg hablaba de 6 estadios de desarrollo moral. De mis alumnos me gustaría decir que están en el estadio 6. Me conformaría, no obstante, con que ellos quisieran estar ahí.

Quiero que mis alumnos estén en el estadio 6 y la mayoría de mis compañeros están instalados cómodamente en el 5, como si este fuera el techo de la moralidad. Me refiero a aquellos que ponen el límite de lo permitido en la normas y leyes. Para estos todo lo que es legal está permitido. Si la ley abre la puerta a una trampa la mala conciencia más que aparecer se disuelve en satisfacción por haber cumplido con el código. Cualquier estrategia egoísta está permitida dentro de los juegos de posible combinación de unas leyes y otras. Lo que importa no es lo que debo o no hacer, sino que no esté sancionado por la ley. Si no lo está debe ser bueno. Aquí la autonomía sólo se deja ver como capacidad subjetiva de cumplir con las reglas para satisfacer mis intereses. Pero es algo muy alejado de la contribución al enriquecimiento de la civilización y la cultura. Se trata de una vida parasitaria, en el mejor de los casos, y destructiva de la cohesión social, en el caso de una constante voluntad de hacer el mal, que podría ser muy legal y muy inmoral, a la vez.

Es habitual por parte de los alumnos el reclamar una nota o el pedir el redondeo al alza con notas por encima de las 50 centésimas. Lo inhabitual, por inexistente, es el alumno que reclame la negligencia de su profesor por no haberle enseñado nada útil para el horario extraescolar. La libertad de cátedra sólo tiene un límite: el profesor tiene que enseñar a pensar por sí mismo. Creo que me jubilaré esperando a un alumno que me grite a la cara que tiene una buena nota pero que el que estoy suspenso soy yo, pues habiendo asimilado él todo lo que yo le haya dicho, su personalidad ha quedado más reducida que antes de dar con mi materia. Pero esto no tiene la apariencia de pasar o, al menos, no de manera inminente.

Lo que pone sobre el tapete este hecho es el fracaso de las intenciones recogidas en la Constitución. El gran logro de la generación que la promulgó ha tenido después unas cuantas generaciones que la han malogrado. Nuestra tarea no es ahora la fundación de un nuevo orden político. Nuestra tarea ahora es más difícil. Primero hay que instalarse en el espíritu de dicha Constitución y después defender su cumplimiento y, si fuese menester, su desarrollo. Hace pocos días, por ejemplo, me llegaba a casa un panfleto donde un partido se jactaba de haber hecho lo que por narices tiene que hacer, pues los poderes públicos han de garantizar la creación de centros docentes. Luego el que haya centros, y alumnos en ellos, no es un mérito, sino una obligación y un derecho conquistado por y para los ciudadanos. El alumno crítico lee el panfleto ya sabiendo que el que le miente de ese modo habrá  que vigilarlo de cerca para que cuide  sus libertades. El alumno crítico sabe que una media verdad es una mentira total y que quien le enseña sólo una mano muy llena tiene otra vacía escondida y poco que ofrecer en conjunto. Pero el alumno —como el profesor— crítico, ahora, como en la época de Platón, no abunda.

No queremos, pues, sólo alumnos cumplidores de la ley. Esto no nos basta. Queremos haber formado a personas con intereses más altos. Queremos haber formado a sujetos capaces de aportar nuevas soluciones a nuevos problemas. Queremos haber formado alumnos que vivan en las fronteras del mundo que heredan de nosotros para ensancharlas con sus propuestas. Queremos haber formado alumnos capaces de crear un nuevo mundo mejor, menos estrecho de miras, menos oxidado, un mundo donde cada uno cree y dónde cada creación se convierta en acicate para otras nuevas. Queremos haber formado alumnos que busquen lo que les motiva. Queremos haber formado alumnos con el tono vital elevado. En definitiva, esperamos que nuestros alumnos miren hacia el futuro sin miedo a romper con las cadenas del pasado y buscando siempre expresar con sinceridad y autenticidad aquello que es más suyo, aquello que es sólo suyo.    

 

4.- A modo de conclusión. Contra la pasividad relativista.

          El arte de poder no tener razón es el título de un libro de A. Domingo.  No me negarán que no es un buen título. Yo a esto lo he llamado “ensanchar las tragaderas”. No me reprocharán falta de estilo.

         Traigo a colación el título por lo que les decía ahora de mis alumnos y antes del idiota. Éste se caracterizaba, en suma, por estar instalado en su razón eterna e impasiblemente. Aquellos queríamos caracterizarlos por su condición de navegantes solitarios en un mar desconocido por intransitado. Parece claro que la posición del idiota es más firme. Sabe lo que quiere, tienes sus esquemas bien trabados. Los segundos están en la cuerda floja. No saben bien lo que quieren.  En la mente de cada uno, más o menos explícitamente, estarán acaso preguntas como las siguientes: ¿Qué voy a encontrar a partir de ahora? ¿Qué voy a hacer en la vida, en general, o el año que viene, en particular? ¿Habré escogido bien mi futuro? ¿Qué será exactamente eso de la Universidad? ¿Estaré capacitado para lo que me espera? Y entre tanta duda, tan excitante, por otro lado, están estos quijotes a punto de salir de su Villa en busca de aventuras. No sé ustedes pero yo les envidio. Sin darse cuenta están en un momento muy artístico en sus vidas: se están inventando a ellos mismos y espero que todos consigan hacer de sus vidas una obra de arte. Luego, en un futuro lejano, cada uno habrá encaminado sus vidas y tendrá unas medallas que ganó y a las que hay que representar, acupará un puesto social y sin darse cuenta se habrá convertido en un personaje definido. Lo que espero es que en este futuro cada uno de mis alumnos esté sinceramente satisfecho consigo mismo al ver que no representó un papel equivocado en el teatro que es la vida. Esto sería muy triste: haber errado en el blanco, haber conducido la vida hacia falsas metas e ilusiones.

         Pues bien, yo sólo me atrevo a darles hoy un pequeño consejo. No tengan nunca miedo de volver a puerto para empezar una nueva ruta. Y empiece a navegar de nuevo con la receta que antes les daba: no hagan nada que les corte las alas; no hagan nada que le corte las alas a nadie, sino todo lo contrario.  Intenten llevar una vida muy humana, es decir, construyan grandes empresas humanas, grandes obras de las que la Historia se sienta orgullosa, grandes victorias de las funciones más propiamente humanas. Sean libres y fomenten la libertad, es decir, no se duerman y atrévanse a no tener razón. Y reparen ahora en el título que antes les comentaba: El arte de poder no tener razón. Y es que poder no tener razón es una técnica, un arte, que no es fácil de practicar: es un deporte de riesgo. Se está tan calentito en casa, en la seguridad de mis convicciones no puestas a prueba. En este caso la casa de uno puede estar muy limpia tan pura tan inmaculada, sí, pero queda lejos de una vida que posea el rasgo más humano. Viene a ser como ir a dormirse sin sueño.  Hay que luchar contra la asepsia y el sueño que deviene de ella.

            Es, pues, el momento de que empiecen a caminar solos. La soledad de tener que decidir solos —hay otras soledades más dolorosas, pero no tratamos de eso aquí—, de tener que atreverse a buscar cada uno un papel que interpretar. Ya tienen para ustedes un papel protagonista. No lo desaprovechen. Tampoco olviden a quien los puso en las tablas: no nos olviden.

 

© Jorge Mora Hernández. Profesor de Filosofía. Investigador en la Universidad de Granada.

Página web: http://web.me.com/jmorahernndez

© Revista Lindaraja, nº 20, diciembre de 2008

   
 

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