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  Realidad y ficción  Revista Lindaraja. Revista de estudios interdisciplinares  ISSN:  1698 - 2169  
 

 

Revista Lindaraja

 

 

Revista Lindaraja. nº 31

22 de agosto de 2011.

 

 

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          Manuel Alejandro Prada Londoño

    

DOLOR, NARRACIÓN Y MEMORIA

NOTAS PARA UNA REFLEXIÓN

 Manuel Prada Londoño*

 

Aunque en el momento cuando vi a mi tía ella estaba con la cabeza en dos pedazos. […] yo me volví como una loca, me daba vueltas, me daban nervios, pensé que nos iban a atrapar a nosotras también. Pero diosito me dio valor. Entré a la casa de ella y cogí una sábana y un chinchorro nuevo. La dejé con la misma ropa que tenía. Ella tenía unas cotizitas, de las guaireñas. Ella estaba con la misma ropa y las cotizitas. Nosotras no pudimos quitar nada, eso estaba todo pegado. Ella estaba toda hinchada. A ella le faltaban muchos pedacitos de la cabeza. Todavía más tarde estábamos recogiéndola. Era muy tarde que nosotras estábamos [recogiéndola]. Yo no podía más, yo no podía más.

(…)

Empezamos a buscar primero a los que estaban vivos y los que estaban ahí los dejamos ahí y les tiramos unos trapos ahí encima de ellos, empezamos a recoger los que estaban por ahí con hambre y sin nada, y el día jueves fue que entramos hasta allá. Así empezamos a buscarlos, que estaban desaparecidos; duramos como dos días (…) dando vueltas por ahí y lo poquito que quedaba (las cosas), no podíamos ni cómo para recoger, primero estábamos pendientes de los que estaban allá y los que estaban vivos también.

(…)

Bueno, como pude me fui caminando con una tía, mi abuela que se murió y todos los muchachitos. Caminamos y caminamos, pero lejitos como a los tres días de que nosotros cruzábamos a las casas (…) ¡Cómo lo desprecian a uno cuando uno está así! Ve que nosotros mirábamos cualquier casa y nadie nos quería brindar un vaso de agua, decían: “No, esa es la gente que andan persiguiendo los paracos, ¡sigan! ¡Pasen de largo! ¡Váyanse bien lejos!”. Duramos como tres días en esa caminata. Nosotros llegamos donde pasan los camiones que carreteaba los pasajeros, esos que venían de arriba; cuando venía ese camión ahí fue el momento en que a nosotros nos auxiliaron (…) Yo me fui de aquí con mis doce hijos y mis cinco nietos. Son diecisiete personas!” (Testimonio de mujer wayuu, en: CNRR, 2010: pp. 63-67).

 

1

 Con un poco de temor a equivocarme, al escribir estas líneas me imaginaba que quienes escucharían esta intervención, un miércoles de mayo al medio día, no habrían sufrido de cerca una experiencia semejante a la que abre el presente escrito. No tenía –ni tengo mientras pronuncio estas palabras ninguna información que me permitiera corroborar mi supuesto, salvo mi sospecha (¿infundada?) de que a nuestras universidades bogotanas llegan muy pocos hijos de las víctimas de este tipo de conflictos como el que acabamos de oír; además, no hay noticias de que el Estado u otra institución o persona natural haya contribuido al resarcimiento de las víctimas, a la satisfacción plena de sus derechos fundamentales, incluido el de la educación, mucho menos el de la educación superior, de los hijos e las víctimas de Trujillo, Bahía Portete, La Rochela o Bojayá.

Ya con menos temor, imaginé que era seguro que los presentes supieran por diversos medios –radio, televisión, internet, periódico, clases de la universidad, etc.– que Colombia ha estado atravesada por masacres, desplazamientos, secuestros, desapariciones forzadas en los últimos (¿60?, ¿50?, ¿40?, ¿30?) años[1]; que diversos actores han estado involucrados; que se han esgrimido las más variadas explicaciones de estas violencias y que éstas parecen hilar un rosario interminable; incluso, que ahora sí parece que estamos en conflicto armado (o en un “simple” período de narco-terrorismo, según qué tan cercanos estemos a los trinos que proceden de El Ubérrimo); que ello ha traído un triste posicionamiento de Colombia en noticias mundiales, organismos internacionales y hasta en el rezo del Angelus de los dos últimos papas.

Suponía –de nuevo, sin mayor conocimiento– que los presentes no estarían exentos de tener una posición propia, no sólo discursiva o conceptual, sino vital respecto al problema. Recordé la expresión de Víctor Quinche sobre la “pornografía del dolor”[2] referida al exceso de escenas que circulan en los medios, que muestran la crudeza de los cuerpos inertes de los asesinados, las lágrimas en primer plano de las viudas, la mirada desorientada de los sobrevivientes. ¿Pueden terminar de almorzar luego de llenarse los ojos de noticias como las que abundan en los 30 primeros minutos de las noticias, antes de que los salven los goles de Messi o los últimos de detalles del romance de Piqué y Shakira? Demasiado superficiales las preguntas, absolutamente inaceptables para profesores y estudiantes universitarios, máxime si se trata de una Universidad como ésta. Por favor, excusen la impertinencia de los párrafos anteriores. Y, sin embargo, creo que de vez en cuando nos encontramos con estudiantes que afirman no saber, o que piden hablar de temas más interesantes que el desplazamiento o la violencia en Colombia.


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* Profesor Facultad de Filosofía, Universidad de San Buenaventura; Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Pedagógica Nacional.

[1] Sólo a manera de ilustración: entre 1982 y 2007, el Grupo de Memoria Histórica, adscrito a la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación,  ha establecido un registro provisional de 2.505 masacres con 14.660 víctimas.

[2] No sé si es de él. Se la escuché en una intervención pública en la Universidad Piloto de Colombia, el pasado 27 de abril.

 

 

 

        

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© Manuel Alejandro Prada Londoño.

Profesor Facultad de Filosofía, Universidad de San Buenaventura; Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Pedagógica Nacional. Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Pedagógica Nacional.  Bogotá, Colombia.

 

© Revista Lindaraja. nº 31. 

22 de agosto de 2011.

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