Vamos cogidas
de la mano en la mañana. Hace fresco y el aire está
sucio de niebla. Las calles están húmedas. Es muy
temprano.
Yo me he quitado el guante para sentir la mano de la
mano de la niña en mi mano y me es infinitamente tierno
este contacto, tan agradable, tan amical, que la
estrecho un poquito emocionada. Su propietaria vuelve
hacia mí la cabeza, y con el rabillo de los ojos me
sonríe. Sé perfectamente la importancia de este apretón,
sabe que yo estoy con ella y que somos más amigas hoy
que otro día cualquiera.
Viene un aire
vivo y empieza a romper la niebla. A todos los árboles
de la calle se les caen las hojas, y durante unos
segundos corremos debajo de una lenta lluvia de color
tabaco.
‑Es muy
tarde; vamos.
‑Vamos,
vamos.
Pasamos
corriendo delante de una fila de taxis parados, huyendo
de la tentación. La niña y yo sabemos que las pocas
veces que salimos juntas casi nunca dejo de coger un
taxi. A ella le gusta; pero, a decir verdad, no es por
alegrarla por lo que lo hago; es, sencillamente, que
cuando salgo de casa con la niña tengo la sensación de
que emprendo un viaje muy largo. Cuando medito una de
estas escapadas, uno de estos paseos, me parece
divertido ver la chispa alegre que se le enciende a ella
en los ojos, y pienso que me gusta infinitamente salir
con mi hijita mayor y oírla charlar; que la llevaré de
paseo al parque, que le iré enseñando, como el padre de
la buena Juanita, los nombres de las flores; que jugaré
con ella, que nos reiremos, ya que es tan graciosa, y
que, al final, compraremos barquillos ‑como hago cuando
voy con ella‑ y nos los comeremos alegremente.
Luego resulta
que la niña empieza a charlar mucho antes de que
salgamos de casa, que hay que peinarla y hacerle las
trenzas (que salen pequeñas y retorcidas, como dos
rabitos dorados debajo del gorro) y cambiarle el traje,
cuando ya está vestida, porque se tiró encima un frasco
de leche condensada, y cortarle las uñas, porque al
meterle las manoplas me doy cuenta de que han
crecido... Y cuando salimos a la calle, yo, su madre,
estoy casi tan cansada como el día en que la puse en el
mundo... Exhausta, con un abrigo que me cuelga como un
manto; con los labios sin pintar (porque a última hora
me olvidé de eso), voy andando casi arrastrada por ella,
por su increíble energía, por los infinitos “porqué» de
su conversación.
‑Mira, un
taxi. ‑Éste es mi grito de salvación y de hundimiento
cuando voy con la niña... Un taxi.
Una vez
sentada dentro, se me desvanece siempre aquella
perspectiva de pájaros y flores y lecciones de la buena
Juanita, y doy la dirección de casa de las abuelitas, un
lugar concreto donde sé que todos seremos felices: la
niña y las abuelas, charlando, y yo, fumando un
cigarrillo, solitaria y en paz.
Pero hoy,
esta mañana fría, en que tenemos más prisa que nunca, la
niña y yo pasamos de largo delante de la fila tentadora
de autos parados. Por primera vez en la vida vamos al
colegio... Al colegio, le digo, no se puede ir en taxi.
Hay que correr un poco por las calles, hay que tomar el
metro, hay que caminar luego, en un sitio determinado,
a un autobús... Es que yo he escogido un colegio muy
lejano para mi niña, ésa es la verdad; un colegio que me
gusta mucho, pero que está muy lejos... Sin embargo, yo
no estoy impaciente hoy, ni cansada, y la niña lo sabe.
Es ella ahora la que inicia una caricia tímida con su
manita dentro de la mía; y por primera vez me doy cuenta
de que su mano de cuatro años es igual a mi mano grande:
tan decidida, tan poco suave, tan nerviosa como la mía.
Sé por este contacto de su mano que le lote el corazón
al saber que empieza su vida de trabajo en la tierra, y
sé que el colegio que le he buscado le gustará, porque
me gusta a mí, y que, aunque está tan lejos, le parecerá
bien ir a buscarlo cada día, conmigo, por las calles de
la ciudad... Que Dios pueda explicar el porqué de esta
sensación de orgullo que nos llena y nos iguala durante
todo el camino...
Con
los mismos ojos ella y yo miramos el jardín del colegio,
lleno de hojas de otoño y de niños y niñas con abrigos
de colores distintos, con mejillas que el aire mañanero
vuelve rojas, jugando, esperando la llamada a clase.
Me parece mal
quedarme allí; me da vergüenza acompañar a la niña
hasta última hora, como si ella no supiera ya valerse
por sí misma en este mundo nuevo, al que yo la he
traído... Y tampoco la beso, porque sé que ella en este
momento no quiere. Le digo que vaya con los niños más
‑pequeños, aquellos que se agrupan en un rincón, y nos
damos la mano, como dos amigas. Sola, desde la puerta,
la veo marchar, sin volver la cabeza ni por un momento.
‑Se me ocurren cosas para ella, un montón de cosas que
tengo que decirle, ahora que ya es mayor, que ya va al
‑colegio, ahora que ya no la tengo en casa, a mi
disposición a todas horas... Se me ocurre pensar que
cada día lo que aprenda en esta casa blanca, lo que la
vaya separando de mí ‑trabajo, amigos, ilusiones
nuevas‑, la irá acercando de tal modo a mi alma, que al
fin no sabré dónde termina mi espíritu ni dónde empieza
el suyo...
Y todo esto
quizá sea falso... Todo esto que pienso y que me hace
sonreír, tan tontamente, con las manos en los bolsillos
de mi abrigo, con los ojos en las nubes.
Pero yo
quisiera que alguien me explicase por qué cuando me voy
alejando por la acera, manchada de sol y niebla, y
siento la campana del colegio, llamando a clase, por
qué, digo, esa expectación anhelante, esa alegría,
porque me imagino el aula y la ventana, y un pupitre mío
pequeño, desde donde veo el jardín y hasta veo clara,
emocionantemente, dibujada en la pizarra con tiza
amarilla una A grande, que es la primera letra que yo
voy a aprender...
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Aproximación al comentario de este
texto. Mercedes Laguna
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©
Carmen Laforet
y herederos.
©
Editorial Anagrama.
Recogido en el volumen Madres e hijas. Edición de
Laura
Freixas,
Barcelona, 1996.
© Publicado por
Carmen
Laforet en
La niña y otros relatos.
Madrid: Magisterio Español,
1970, pp. 205- 207.